A ese punto estar desnuda delante de él
no era gran cosa. Es decir, eso no lo ganamos en un abrir y cerrar de
ojos; fueron dieciséis meses. DIECISÉIS (setenta y un semanas de
las cuales él parece acordarse, actualmente, cero.)
No había nada más hermoso, en este
enorme mundo, que su piel. Nada que me gustase más, que acariciarla
y sentirla. Nada que fuese más sublime, que su piel blanca y suave,
rozando la mía. Y además de eso, también tenía un perfume... Una
esencia natural, un olor que me hacía enloquecer. La temperatura de
su piel, su textura y su aroma, hacían que esos simples roces se
vuelvan para mí, la gracia de mi existencia.
Él tenía ese cuerpo que a mi me gusta
encontrar (y que jamás volví, ni a ver ni a tocar, ninguno igual).
Comenzando por sus hombros, en los
cuales me encantaba apoyar la cabeza, esos mismos que me hacían
sentir que todo iría bien, esos mismos que daban inicio a un mundo
de infinitas posibilidades que comenzaba allí y terminaba en la
punta de sus pies.
Y su espalda, que iba dando vueltas y
curvas hasta llegar justo al inicio de sus pantalones. Su espalda que
se retorcía y remodelaba, achicándose, en el lugar justo donde
estaba su cintura. Esa misma de la cual adoraba, yo, sostenerme;
mientras sentía que me desmoronaba, en cuerpo y mente, tocando sus
labios.
Él era flaco, sí. Lo que hacía
parecer que tenía abdominales marcados. No sé si los tenía,
tampoco me interesaba; sólo sabía, que él tenía el cuerpo
perfecto, en el cual yo me sumergía.
Y parecerá raro, porque yo lo tenía
todo de él, todo su cuerpo, era todo mío. Cualquier cosa yo podía
tener. Pero había algo, algo que me parecía inalcanzable: sus
manos. Sí, así como se lee, y así como suena, sus manos. Era una
mano simple, normal, no crean que me obsesionan. Pero sus manos eran
mi cielo. Simplemente porque con ellas él hacía que mi cuerpo se
encienda, y que mi mente se desconecte. Sus manos hacían que mis
células se sientan, verdaderamente, vivas. Pero más que nada, ellas
eran para mí el paraíso, sencillamente porque era difícil
tocarlas. No en cualquier momento podía. No en la calle, no en
lugares públicos, no incluso solos en una casa. Pero ese día sí
pude. Porque ese día, finalmente, pude tenerlo todo a él; todo,
completo, sin límites ni restricciones. Ese día, él fue
completamente mío, y nadie (ni siquiera él mismo) podrá borrar eso
del pasado. Porque así fue y así seguirá siendo.
En cuanto a su fisonomía, sus ojos era
lo que más me gustaba. Pese a que él, la gran mayoría del tiempo,
los ocultaba, ya sea apropósito o no; yo amaba su color. No podía
decir, que me sumergía en ellos, ya que eran demasiados chicos como
para bucear allí entro, y él tampoco me dejaba hacerlo al parecer
porque no le gustaba, se ponía nervioso cada vez que fijaba mi
mirada en la suya. Pero yo sí los contemplaba. Dos veces al día, al
menos por tres segundos, yo miraba sus ojos, su forma, su color; el
cual cambiaba según el día (en cuanto a mi opinión, el color de
los ojos no cambia si el día está nublado o soleado, el color de
los ojos cambia si uno está triste o contento); sus pestañas, las
cuales no eran muy largas, su mirada y su esencia. Esos ojos verdes,
con manchas marrones, un color único y exótico; ese color que sólo
una vez, sólo una, volví a encontrar... Y ni siquiera unos iguales,
sino unos meramente parecidos, en los ojos de un profesor mío de
tercer curso. Esos ojos, me encantaban. Hacían que me derritiera,
que me deshaciera y que me volviera a hacer, como lava caliente
condensando y enfriándose consecutivamente. Así, así hacían que
yo me sintiera.
También tenía pecas. No muchas, no
muy notorias. Sólo algunas pecas, como chispas de chocolate, que
luego de haber perdido un poco su color, habían sido arrojadas al
azar en su hermoso rostro.
Sus labios... Ay... Aquellos labios...
Eran grandes, más que los míos. Y me llevaban a la séptima Luna de
Neptuno... Simplemente me hacían conocer lo eterno.
Si bien, su dentadura no era algo por
lo cual uno podía sentirte orgulloso, yo veía, en su sonrisa, la
pequeña felicidad de un niño pequeño. Cuando lanzaba una risita,
simplemente me hacía sentir como si estuviese al lado de un niño
que había recobrado su alegría. Era un infantil, cuando lograba
reírse.
Habiendo descripto ya, calculo, casi
todo su ser – dejando de lado su inentendible personalidad – creo
que es hora de, al fin, comenzar a relatar los hechos que se dieron,
uno detrás de otro, ese hermoso e inolvidable día.
(Quince minutos intentando escribir
cómo fue nuestra primera vez y lo único que conseguí volcar fue:
Intentar recordarlo enciende cada
célula de mi cuerpo.)
Cuando pude tener su cuerpo sobre el mío, al fin haciendo lo que
tanto tiempo habíamos, él y yo, esperado que pase; cuando logré
por fin que nuestras pieles se rocen, cuando logré tenerlo todo a
él, cuando pude luego de tanto tiempo lograr tomarlo de la mano; en
ese momento sentí... todo. Todo, lo positivo, que puede llegar a
sentir una persona en un determinado momento, todo eso, yo lo sentí
Ahí. Justo allí. Y con él cerca mío.
Simplemente eso puedo decir, puedo explicar. Ese momento fue...
fue... todo. Simplemente lo fue todo.
Disfrutar, junto a la persona que quieres, disfrutar exactamente ese
momento. Disfrutarlo no con él de expectador, sino disfrutarlo los
dos de visitantes. Ambos en la montaña rusa, sintiendo la adrenalina
y el fervor. Ambos en el acto. No dos contrincantes; sino dos almas
de la mano. Hacer eso, vivirlo juntos, no es lo mejor que una persona
pueda experimentar... Es todo lo que una persona merece experimentar.
Él se movía, perfectamente, pese a que yo esperaba lo peor... Él
chocó en mi vida y rompió las bases. Por eso le quería. Él hacía
todo bien. Todo. (O al menos eso me parecía) Y también lo hizo en
ese momento. Sus besos eran perfectos, sí, pero yo no quería
besarlo. Yo sólo quería, de cerca pero no demasiado, observarlo.
Observar sus formas, sus líneas y encurvaciones. Quería tocar y
sentir su piel, sentir como se fundía con la mía. Quería sentirlo
dentro de mío, siendo uno. Quería beberlo, como una esencia de
aroma delicioso que excita a consumirla. Como un cigarro encendido.
Yo quería vivirlo. ¿Entienden? Y lo hice. Ese día sí, sí lo
hice.
Lo mejor, sin duda, fue cuando pude tomarlo de la mano. Allí, allí
en mi paraíso, en mi mundo propio con él de la mano. Allí fue
donde él más lejos me pudo llevar.
Yo tragándome su aliento, el respirando el mío. Aspirábamos
pensamientos de los otros, sentimientos, energía. Compartíamos e
intercambiábamos pasiones, depresiones, tensiones y secretos.
Miedos, logros, recuerdos y karmas. Lo canjeamos todo. Todo lo de ese
momento, y lo de otros. Todo lo que pudo haber en nuestro pedazito de
galaxia desde que comenzamos a funcionar hasta ese momento. Y
entonces es allí, es donde yo digo, que jamás nadie podrá borrarme
de él ni borrarlo de mí; porque él se llevo un pedacito mío, y yo
uno suyo. Y aunque la siguiente persona intente llenarlo y
completarlo con su amor y fantasías, el pedacito ese siempre le va a
hacer falta, porque yo lo sostendré en mi mano, y jamás nada me
hará soltarlo. Así, tan simple como eso.
– Little me –
Entonces, le agarré la mano, y la apreté. Con dolor, pero un dolor
que me hacía vibrar de satisfacción, un dolor bueno, una herida que
no arde, que solamente hace reír.
Y entonces él la apretó más fuerte, hasta que ambos dolores, yo
por él y él por mi, se juntaron y se hicieron amor. Sencilla y
enormemente amor.Y ese amor, ese amor me llevó a las nubes y me hizo
ver el cielo. El cielo, no de una noche radiante, sino de una mañana
brillante. Con un Sol encegecedor, un aire fresco de paz, de
satisfacción, un nuevo día que volvía a comenzar.
Por eso digo que ese momento lo fue todo;
porque me hizo ver el cielo, el Sol, la luz, a pleno. No un pedazo,
no sólo rayos de Sol entre las nubes, no a medias; él me hizo verlo
todo. A 360°. Arriba, abajo, a la derecha, y a la izquierda. Todo.
porque esa luz me gustó, y me cegó, tanto, tanto, que quedaré
encegezada, por esa luz tan radiante, de por vida. Porque esa luz me
hace ver ahora una diferente realidad. Ha marcado completamente todo
lo que viviré de ahora en más. Sin ese momento, nada de lo que yo
viviera ahora tendría la misma perspectiva. Nada.
Y entonces, así como empezó, terminó. Con besos, sujetándome a su
pelo y él mitad a la cama y mitad a mi cintura. Con secretos
derrumbados y pasiones alcanzas. Con un sueño menos por cumplir. Con
una energía más pero un peso menos. Con amor.
Con amor lo hicimos, y con él lo terminamos.
Siempre,
todo, con
amor.
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