“Estás hecha una nena”. Y sí,
puede que lo haya estado. Pero eso no estaba mal. No estaba mal
sentir tanta alegría y felicidad dentro mío, hasta llegar al punto
de comportarme como una niña de 5 años con juguete nuevo. Y no, no
tenía cinco años, y no era un juguete nuevo. Era uno viejo, pero
recién le acababa de encontrar sentido. ¿Alguna vez les ha pasado
que escucharon una canción por años y años, y luego de un largo
tiempo, recién entiendieron lo que significaba la letra? Como cuando
te dicen un consejo y todavía no se presenta la situación para
aplicarlo. Como cuando lees “El Principito” a una edad y lo
entiendes de una forma, y pasados cinco años, lo vuelves a leer y
encuentras un significado completamente diferente. Esto era como todo
eso. Y me sentía feliz de al fin haberle encontrado un significado
que al menos tenga un poco de sentido. Porque si bien no sonaba muy
razonable, sí era razonable lo que causaba en mí. No lo entendía,
ni él a mi. Pero nos necesitábamos el uno al otro. Hacíamos que
eso funcione, y digo “eso” porque no sabía cómo llamarle. Pero
lo que sea, la relación que teníamos, amigos con beneficios, “eso”,
me hacía bien. Me hacía tan bien, tan feliz, tan completa y llena,
que nada importaba. No importaba si la gente pensara que yo estaba
“hecha una niña”. Porque por lo menos podía sentir esa energía
de ser niño, y con eso me bastaba. Hubo un momento en el que llegué
a pensar qué sería de mi si él algún día se fuera. Porque era
así, iba a
ser así. Algún día todo acabaría, y eso generalmente me
hubiese hecho estar preparada y bajar mis revoluciones. Pero no, no
esta vez. Si algún día “eso” llegase a acabar, no me importaba.
Sólo estaba ocupada por el presente, el AHORA, el mañana ya no
importa. Él en el PRESENTE, me hacía sentir completa. Aliviada.
Como si por un largo tiempo hubiese cargado una mochila pesada y de
un momento a otro, ya no pesara más.
Antes de esto, la relación era pesada.
La relación era la mochila. Y dentro de ella se encontraban todos
mis sentimientos, como si cada uno de ellos pesara una tonelada.
Esperanza, desilución, ilusión, decepción, miedo, amor, encanto,
preocupación, celos... Caos. Caos total dentro de esa mochila.
Hasta que de repente, lo entendí. Lo
entendí todo... casi todo. No entendía lo que éramos, ni lo que
seríamos, ni lo que debíamos ser... No entendía, ni sabía si
estaba bien o mal, si era lo correcto o si estaba tropezando una vez
más con la misma piedra. No entendía y no me esforzaba por
entenderlo. Porque entendí algo, algo más importante que todo
eso... entendí lo que sentíamos, entendí lo bien que me hacía y
lo bien que yo le hacía a él. Entendí que aprendimos a llenarnos. Entendí y aprendí a no callar lo
que sentía; y la preocupación, el miedo, el desgaste... el mismo
caos... se fueron de la mochila. La mochila quedó liviana. Quedó
sin peso alguno. La relación quedo hermosamente pura. Como si nos
hubiésemos dicho todo, y no había nada que aclarar. Y si surgía
algún malentendido, yo sabía que lo podíamos solucionar. “Qué
mochila tan liviana para un viajero tan antigüo...” Pensaba
a veces. Esto se sentía... se sentía bien. Y sí, estaba hecha una
niña. Una feliz y satisfecha niña. Y no quería que nada de esto
terminase... Nunca.
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