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lunes, 4 de marzo de 2013

Llegué tarde.



Salí y eché a andar porque de repente me di cuenta de que no era la única que estaba arriesgando algo. ¿Cuántas personas quisieran estar en mi lugar en este momento? ¿Cuántas quisieran una oportunidad más? No me podía dar el lujo de renunciar. Nada era seguro, pero tampoco había mucho que pensar. Sólo podían pasar dos cosas: Que todo salga bien, o que todo salga mal.
Y estaba a 5 cuadras y todavía recordaba como solía sonar su voz, pese a que hacía semanas no la escuchaba. Y pensar que todo era mi culpa. Si hoy estaba ahí, tenía claro que no era ni por el destino, ni por Dios, ni por otra persona. Era llana y justamente por mi. Y merecía lo que estaba pasando. No sabía que discurso decirle. Había hecho más de 5, pero ninguno me sonaba convincente y por eso finalmente había decidido decirle lo que se me ocurra en el momento. Pero, ¿qué diría él? ¿Acaso se sorprendería? Lo había dejado hace 3 semanas, por una tonta y absurda razón que aún no lograba entender. Al principio lo vi doler. Pero ¿luego? Había re-hecho su vida como si desde el momento en que lo dejé para atrás, no hubiese pasado nada. Yo no existía. Nada. Ni rastros. Comenzó a salir con esa chica. Esa nueva y estúpida chica a la que juro que agradecería si no hubiese llegado a su vida. Pero en fin, esta chica Ann había llegado después de mi, y parecía como prioridad. Pero no importa, porque yo entendía lo que estaba pasando. Y porque me lo merecía. Pero aún esto no había terminado.
Estaba a 2 casas de la suya. Todavía no había decidido si era mejor tocar timbre o llamarlo. Opté por tocar timbre. Ustedes saben eso de que me puede negar la llamada, o decirme que no está en casa, o poner excusas. El timbre era fácil y directo. O sí, o no. No había otras opciones.
Llegué. Y allí estaba. Con el portón enfrente mío, el timbre justo delante de mis ojos, y la puerta de la casa atrás del portón. Las piernas me temblaban. Tocí porque sentía que la voz se me estaba yendo. Afloje las cuerdas vocales. Respire hondo. Uno, dos. Uno, dos. Miré a mi alrededor: nadie. Sol resplandeciendo. Debían ser las 4.30 de una hermosa tarde. Ni una nube en el cielo. Árboles y un paisaje totalmente pacífico. Miré al cielo. "¿Por qué a mi?". Bajé la cabeza. Me sacudí para dejar de temblar. Estiré el brazo. Estiré el dedo índice. Dí un último respiro... Toqué el timbre. Oí el sonido del timbre dentro de su casa. Esperé. Oí pasos. Siguiendo de eso, el ruido de una persona destrabando las trabas de la puerta y dando vuelta la llave en la cerradura. Abrieron. Era su madre. Creo que mi tono piel, de repente se volvió un color bordo. Mi corazón se aceleró. Demasiado. Mis dientes se chocaban, estaba temblando. Ella enseguida entendió la situación. Sonrió y asintió con aire comprendedor. Llamó a su hijo. "Robert, hay alguien en la puerta". Y de fondo se escuchó la voz de él. Sí, de él. Juro que me alivio por completo. Mi corazón se paró. Mi color volvió, mis piernas sentían como la sensación de fatiga luego de mucho ejercicio. Mis dientes pararon de chocar y emitieron una pequeña sonrisa. Mis oídos más atentos que nunca. Y entonces dijo: "Si es Ann, ¡dile que llegó antes!". La madre me miró, esperando a que diga algo. Asentí, entendiendo lo que estaba pasando, y dije:
- No le diga quién soy. Tan sólo dígale que revice el buzón.
- Está bien. Se lo diré. ¡Espero verte pronto Rose! -contestó la madre, entusiasmada, como de costumbre cada vez que me veía.

Ella dio un paso atrás, y cerró la puerta. Mientras escuchaba el ruido de la llave girando en la cerradura, y de una persona poniendo las trabas de la puerta, sentía cómo mi corazón se iba rompiendo. Dos, tres, y derepente ciento cinco pedazos. Todos rotos y todos por la misma razón. Esta chica me había reemplazado. Él me había olvidado. Así como se olvida un niño de su anterior juguete cuando le dan uno nuevo.
Por suerte, se me había aferrado la costumbre de llevar una libreta pequeña y una lapicera, a donde quiera que vaya. Entonces aproveché la situación. Saqué del bolsillo de mi campera -debo destacar que era un enorme bolsillo- nada más que una libreta de 5x5 cm y una lapicera casi del mismo tamaño. Me agaché en el suelo y escribí. Debo admitir que fueron una de las palabras que más rápidas me salieron. Arranqué la hoja del cuaderno. La doblé, firmé y la metí en el buzón. Con la cabeza gacha, las manos en los bolsillos y con alguna que otra lágrima en los ojos, volví a casa.
En el papel estaba escrito:
"Te quise pedir disculpas y no se dio la ocasión. Debo admitir que me arrepiento del daño que te he causado. Si algún día estás dispuesto a perdonarme, llámame. Y si crees que no, sólo házmelo saber. Y no, no soy Ann y no llegué antes. Soy Rose, y llegué tarde."

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